REFLEXIÓN//Mi primer obstáculo

Como recuerdo aquella mañana. Mi madre se había levantado más temprano, era un día especial, no sé si para ella o para mí, lo cierto es que salía de la habitación donde dormíamos seis, incluyendo a ella y a mi padre.

Nuestro departamento era rectangular,  lo  conformaban  cuatro cuartos. A la entrada, había una pequeña sala, enseguida un antecomedor, luego estaba la cocina y por último una  habitación con baño. Diez vivíamos en ese pequeño departamento ¡Ya se imaginarán como eran nuestros días en aquel lugar,  en medio de gritos y alegría!

Recuerdo cuando caminaba  a lado de mi hermano, un año y medio menor que yo. Ambos  tratábamos de seguir a mi madre, quien daba pasos agigantados y nosotros nos veíamos en la necesidad de correr.

Esa mañana después de avanzar dos cuadras me quede sorprendida al contemplar un mundo de personas, todas ellas formadas con sus hijas a lado. Recuerdo, estaba por cumplir los seis años de edad.

El tiempo de espera en la fila no fue tan largo, comparado con lo que me sucedería más adelante. Estábamos a una mamá de ingresar a un aula que a mi parecer era muy grande.  Observe con atención  el lugar, contemple una reja interior que separaba un enorme patio del ante patio. Había muchos salones abajo y arriba con una gran escalera en medio, protegida con barandales, lo mismo sucedía en  los corredores de los salones.

Anonadada por el tamaño de aquel lugar,  no vi cuando le hablaron a mi bonita, como solía llamar a mi madre. En ese momento, procedí a entrar al salón. Recuerdo con precisión, como si fuese ayer. Había una mujer sentada en un escritorio con gafas y cabellera corta esponjada por rizos hechos con tubos, típicos de la época. Me miró y dijo con voz firme y en tono irónico:   “Así qué tú eres quien desea entrar a la escuela».

En ese momento, pensé  ¡ESCUELA! en mi vida había escuchado que ingresaría a un lugar como este. Sin  avisar comenzó a pedirme que repitiera algunas palabras: perro, carro, Pedro, cigarro, carreta -a cada palabra- yo, con una gran sonrisa y las manos atrás, daba una mala respuesta.

La mujer me palmeo el hombro, se acomodo sus lentes, se levanto y se dirigió a mi madre así: “señora, cuando la niña aprenda a hablar entonces la vuelve a traer. Le recomiendo que sea el próximo año”.

Salimos de ahí, yo con la inocencia como la que suelen tener los niños y mi sonrisa. Jamás me percate del rostro de mi madre y muchos menos de una bolsa de mandado que  llevaba preparada. Sin soltar mi mano, introdujo la suya dentro de la bolsa y sacó un gran cinturón, arremetió con sorpresa, uno, dos, tres cuerazos, me solté de su mano y avance tan aprisa como pude. Sin embargo sus pasos eran más largos que los míos, de tal forma, que todo el camino de regreso a casa fue lanzando golpes como si diera latigazos.

En tanto mi hermano que caminaba con nosotros no paraba de reír, no sé si de nervios o de puritito  miedo. Ya en el departamento y sumergida en una gran tristeza, baje las escaleras hacia  al patio central –vivíamos en un segundo piso–  me dirigí al portón de la entrada.  Recuerdo que me senté en la banqueta  y  llorando trate de recordar las palabras que me habían pedido que repitiera.